Un futbolista con 20 años de carrera sigue jugando en una liga del interior del país. Se expone a escupitajos y gritos hirientes a cambio de nada. O, en el mejor de los casos, por unos pocos pesos que son un chiste al lado su época de gloria, cuando cobraba en euros. Algunos cosas ya ni le salen. Ya no hay abdominales, ahora hay panza. Ya no hay tapas de revista, ahora hay notas de cassette para una FM local. Pero tampoco hay que entrenar tanto, ni correr durante los partidos. Es solo venir a jugar. Piensa eso, mientras va a tirar un córner pegado a un alambrado, donde hay una bici apoyada y un tipo le recuerda su pasado, comparándolo con su presente. Fracasado, mirá dónde terminaste.
Sin embargo, hay algo que a aquel puntero derecho, que hoy lleva la 10 porque ya no puede desbordar, lo incentiva a seguir entrando a la cancha. Será el amor por su profesión, la presión por el compromiso asumido o simplemente las ganas de mostrar que sigue vigente. Pero hay algo que lo empuja siempre. Y ahora hay que tirar un centro al área.
Sale el córner desde la izquierda, con pierna derecha. Bastante elevado. Se va cerrando por el viento, el único atractivo turístico de ese pueblo inmundo. Parece que va a ser olímpico, pero no. El 9 rastrero la asegura sobre la línea y desata la locura. Y ahora todo cobra sentido.
¡Gol, la reconcha de tu madre! Por eso sigo jugando, para demostrarte que todavía puedo, que amo al fútbol como a nadie. Que por eso jugué en Europa, que por eso estoy adentro de la cancha y vos estás afuera. Para vos, hijo de puta.
El tipo detrás del alambrado queda tieso. Pero al instante, muestra su primera mueca. Hay un gesto del línea, el árbitro señala la tierra. El 9 la tocó con la mano, no fue de cabeza. Anulado. Tiro libre para los otros.
Habrá que seguir jugando. Veinte años no es nada.